El jinete en El Camino

  La pequeña fue la primera que percibió el contorno de la figura montada a caballo a través de la tupida cortina de lluvia. Apenas se podían distinguir unos metros de visibilidad. Era como si alguien allá arriba estuviese ensayando un nuevo diluvio como el que narraban en la iglesia. La niña se plantó, aprovechando para tomar un respiro. El barro del camino le hacía aún más trabajoso el acarrear aquel fardo de leña. Su madre la alcanzó unos instantes más tarde.

- No te pares, mocosa – le dijo con esfuerzo. Apenas pudo decir más palabras cuando pasó a su lado sin detenerse. Le faltaba el aliento bajo el enorme bulto que acarreaba.

- Madre, un jinete – dijo señalando con la cabeza más adelante.

La mujer irguió la espalda para levantar la vista.

- Sigue, no te pares. Lo que sea que pase ya no lo podemos evitar.

La niña apretó los dientes e hizo caso a su madre, su voz sonó tan resignada que tembló. Esta vez caminó detrás de ella. Cuidando de permanecer oculta tras ella. En la aldea había escuchado las cosas horribles que les habían hecho a las otras niñas mayores los bandidos de los caminos. Ella no llegaba a los once todavía pero temía sufrir el mismo destino.

El enorme castaño zaino se plantó a unos metros de la mujer, el cual se giró, copando la mayor parte de la vía. El jinete permanecía oculto bajo una negra capa, impidiendo ver su rostro o ropajes. La mujer se vio obligada a parar. Permaneció encorvada durante un tiempo, sin atreverse a levantar la vista. No quería dar ninguna razón a aquella figura, que podría ser bandido, aparición o quizás la propia muerte. Sin la inercia del movimiento notó como el haz de leña iba aumentando de peso sobre su maltratada espalda.

- ¿Que podemos hacer por vos, mi señor? - dijo con voz suplicante.

Madre y niña temblaban, a camino entre el miedo y el esfuerzo. El caballo resoplaba con bufidos que se les antojaban sobrenaturales. Sus músculos vibraban como si hubiesen sido llevados al límite y bajo la lluvia se podía adivinar la capa de sudor del animal.

- ¿Este es el camino que lleva a Santiago? - preguntó una voz extraña bajo la capa.

- Si, mi señor – respondió la mujer -, este es. Continuad dos días hacia el este y llegaréis. No hay pérdida.

Dando una vuelta completa, el jinete apartó al animal y lo enfiló por el camino lleno de barro de nuevo. Con paso firme sobrepasó a la mujer. Fue entonces cuando la figura se giró de improviso y detuvo la montura. La apertura de la capa que ocultaba el rostro apuntaba a la niña que devolvía la mirada implorando que siguiese adelante. Las manos, siempre ocultas bajo el manto, se movieron por su interior. La mujer miraba de reojo sin atreverse a interponerse entre su hija y aquella aparición. La niña abrió los suyos como platos. Su imaginación trajo todas aquellas historias que contaban los mayores para asustarlos, la mano muerta de un caballero maldito, los dedos que eran serpientes o el cuchillo en llamas.

La mano que salió del manto sin embargo era delicada y blanca como la porcelana. Los delgados dedos sujetaban con suavidad un pequeño anillo con una diminuta piedra engastada. La niña movió los ojos de la mano al oscuro hueco de la capa. Allí le pareció ver una mirada tan verde como la piedra que portaba el anillo y una pequeña sonrisa de color tan rojo como la sangre. La pequeña dejó caer el fardo al barro y se estiró todo lo que pudo para recibir el anillo. Cuidando de no rozar siquiera aquella piel que parecía casi transparente.

El animal comenzó a trotar de nuevo, alejando la figura de madre e hija. No sabían si había sido por el miedo o por la lluvia, pero estaban casi seguras de que no oyeron alejarse a montura y jinete. En un instante desapareció bajo el manto de lluvia que caía como ahora con aún más fuerza si cabía.

FIN

Comentarios

Entradas populares de este blog

“El problema de los 3 cuerpos”, el éxito insuficiente y el refugio en el papel.